Yo soy de pueblo. De uno pequeñito, con castillo en su cumbre. Allí viven parte de mi familia y amigos y allí está pasando unas semanas Pirfita. Me gusta decir que “en un programa de inmersión lingüística para coger el acento”, a modo de broma. Lo cierto es que ella misma, a sus dos años y medio, reconoce que le gusta estar allí y algunos viernes, antes de salir, va dando saltitos por la casa, canturreando el nombre de nuestro pueblo cuya geografía, para ella, no va mucho más allá de la casa de su abuela.
Cuando llega, la ya de por sí bullanguera casa de mi madre, no para de recibir vecinas que vienen a jugar con Pirfita, a traerle un regalo, a tomar café… La vida en mi pueblo, un pueblito andaluz como tantos otros, es eso: vivir constantemente con los brazos y las puertas abiertas. Así he crecido yo: segura entre las calles y las gentes de mi pequeño pueblo andaluz, donde siempre me he sentido querida, arropada y acompañada. A veces me gustaría que Pirfita, nacida en una ciudad grande, también sintiera esas seguridades, esa alegría de lo cotidiano, esas complicidades, esos pequeños compromisos que adquirimos las personas criadas en los municipios pequeños sabiendo siempre que, si no lo hacemos nosotros mismos, probablemente, nunca ocurrirá.
Perdonen que me ponga melancólica pero es que el trabajo me obliga a vivir deprisa entre dos ciudades y echo de menos a Pirfita y el lento paso del tiempo en la casa de mi madre, en la compañía de mis amigos o en la mesa de camilla del Casino Sociedad donde leo los periódicos lentamente cuando estoy en mi pueblo, que es también el de mi hija. Porque, aunque no se haya criado en él, es donde más a gusto se encuentra y donde estoy segura que vivirá muchas primeras veces. Un pequeño pueblo andaluz, uno más, donde enseñarle a pedir Tierra y Libertad.