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Los patitos en el agua

De todas las canciones infantiles, la que más odio es “Los patitos en el agua”. Cuando se la canto a Pirfita, le cambio la letra para que la madre del patito no le pegue…

De todas las canciones infantiles que conozco, la que más odio es “Los patitos en el agua”. De hecho, cuando se la canto a Pirfita, siempre le cambio la letra para que la desaprensiva madre del pobre patito no le pegue. Y, claro, la pobre niña intenta cantarla sola y no le sale.

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En mi versión mejorada “todos los patitos se fueron a nadar, el más chiquitito se quedó atrás, su madre es muy buena y le quiso ayudar, y el pobre patito ya pudo nadar”. La canción, de esta forma, queda mucho más educativa, cívica y nadie comete ningún delito de malos tratos a animales, ni siquiera la madre pata.

Aceptamos, en ocasiones, un sinfín de canciones, cuentos, historias o productos culturales dirigidos a nuestros hijos e hijas que deberían hacernos reflexionar. Y es complejo, entre otras cosas, porque forma parte de las enseñanzas que nosotros mismos hemos recibido o porque, sencillamente, lo impregnan todo.

Ejemplo superlativo son las princesas. Yo les he declarado la guerra abierta, muy especialmente a las edulcoradas versiones de Disney que descubro, como por arte de magia, en alguna mochila, camiseta o cuento de mi propia hija. Las odio y no desaprovecho ninguna ocasión para recordarle a Pirfita que “las princesas son tontas” o que “a mamá no le gustan las princesas”.

Ya sé que la Sirenita, Jasmine o Rapunzel no son un invento del diablo,  pero no quiero que mi propia hija las tenga de modelo. La imagen de esas chicas físicamente perfectas, tan iguales entre sí dentro de su perfección, que esperan a que una persona diferente a ellas (suele ser un príncipe varón porque todas son tremendamente heterosexuales) las “rescate” de su propia vida no me gusta.

Lo que yo quiero para mi hija es que se acepte, sea como sea, que elija libremente desde su aspecto hasta su orientación sexual y, sobre todo, que actúe tomando las riendas de su propia vida. Y ya, de camino, si soy capaz de hacerle ver que ser solidaria, respetuosa, luchadora y comprometida la va a hacer mejor persona, seré una madre feliz. Y en eso estamos, batallando contra los clichés, conductas y actitudes aceptadas como normales y “tunenando” los patitos en el agua porque por algo hay que empezar.

P.D. (Sí, ya lo sé, lo que haga va a valer de poco y sólo me quedan unos meses para que la niña me pida las puñeteras princesas que yo le escondo y critico. La querré y aceptaré de todos modos. Es mi hija, qué le vamos a hacer.)

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