Hace unos días, vino a casa mi primo hermano de 8 años. Me di cuenta, al poco rato, que el niño marcaba las jotas más de lo normal. Le pregunté que de dónde era su maestro. “De Jaén”, me dijo.
Estoy segura de que los maestros de nuestros peques no son conscientes de hasta qué punto son importantes para ellos. Son muchas horas de aprender a ver el mundo con las herramientas que sus maestros y maestras les ofrecen. Eso marca hasta el acento. Tanto que alguna tarde, al dirigirse Pirfita a mi para hacerme alguna pregunta o pedirme permiso para algo, no me ha dicho ‘mamá’, sino ‘seño’. Ha corregido rápidamente con una sonrisa y a mi, las primeras veces, me ha dejado la extraña sensación de la amante a la que le cambian el nombre en la confusión de las sábanas. Ya no. Ahora esa confusión me hace sonreir.
En una de las primeras reuniones con las madres y padres, la maestra de Pirfita nos dijo: “No habléis nunca mal de mi delante de vuestros hijos. Aunque yo os caiga mal. Sin su madre ni su padre , aquí yo soy la figura de referencia para los niños”. Entonces me pareció puro sentido común. Ahora sé que para mi hija su maestra es uno de sus seres más queridos, junto con algunos de sus compañeros. Jamás se me ocurriría lastimar ese sentimiento.
Llegan los últimos días de este curso que, para Pirfita, ha sido el primero de todos los que quedan. También primer curso para mi como madre, como miembro de la comunidad educativa del cole en el que estudia mi hija. Quedan pocas jornadas de despertador, desayuno a la carrera y rutina escolar pero no quiero que se vayan sin decirle algo a todos y cada uno de los maestros y maestras de nuestros niños y niñas: Gracias.