Tres años de amor, cariño y crianza para que, en el primer día de todos los primeros días que le quedan pasar en un aula, Pirfita haya tomado a una amiguita de la mano y haya entrado en el “cole” sin mirar atrás. Sin un adiós ni un beso ni una pequeña lágrima. Cuando ha cruzado la puerta, he mirado a mi alrededor y he observado al resto de padres y madres que participaban conmigo y mi hija de este día, entre nostálgico y festivo: Alguno ha soltado una lagrimita, pero la mayoría hacía lo mismo que yo: coincidir en la extrema brevedad de un momento para el que llevábamos preparándonos durante semanas, puede que meses.
Lo que para mí, como para muchos padres y madres, es un cambio sustancial en la vida de nuestros peques, para mi hija, como para muchos de sus compañeros, ha sido un pequeño paso más, ni más ni menos especial que muchos de los que hemos pasado con ellos. Y yo sabía, era consciente en mi vacío de madre nunca despedida a las puertas de un primer día de cole, que eso es algo positivo. Significa, sólo quizá, que tengo una hija segura de sí misma, decidida e ilusionada a adentrarse, sin miedos, temores ni nostalgias, en el nuevo y desconocido universo del “cole de los mayores”, eso que para ella, hasta esa misma mañana, era un territorio que no le pertenecía.
En apenas una hora hemos vuelto juntas a casa. Estaba contenta, como cualquier otro día y satisfecha porque alguna de las maestras de su ciclo la había llamado “campeona”. Lo que casi arranca en mí una lágrima de abuelo de niño de talent-show infantil, para mi hija se quedaba en una simple anécdota entre la puerta de nuestro bloque y el parque. Porque nuestros peques son así y, donde nosotros ponemos la épica, ellos ponen, simplemente, la vida. Una vida por estrenar.