De fondo, mientras escribo, suena en la televisión esto: “Sólo dos meses después de ser madre, Sara Carbonero ha recuperado la figura”. Paro lo que estaba haciendo y le muestro a mis compañeros mi cabreo por este tipo de afirmaciones que ya escuchara antes en otros casos de “milagrosa” recuperación de tipazos increíbles como los de Penélope Cruz o Paz Vega, por poner sólo un ejemplo.
Esas frases, aparentemente inofensivas, están cargadas de una sustancia que no me gusta absolutamente nada (y poco tiene que ver en que yo, dos años y medio después del parto, no haya vuelto a pesar lo que pesaba. Lo mío es dejadez pura y dura). Una sustancia que contiene ciertas dosis de machismo, culto al cuerpo, narcisismo y la típica competitividad a la que todas (y todos) parece que vivimos sometidos en esta sociedad en la que nos hemos deshumanizado a tales niveles que engordar durante un embarazo parece tan horrible como envejecer, por ejemplo.
Y este tipo de mensajes calan en muchas madres que acaban de parir. En más de las que nos creemos y en un momento en el que están especialmente vulnerables. Claro que hay que apostar siempre por una alimentación saludable y por evitar el sobrepeso pero tener algunos kilos de más después del parto es algo completamente natural e, incluso, necesario (hay una acumulación de grasa que está directamente relacionada con la lactancia).
Y no pasa nada si no somos como esas estrellas de los programas de televisión y, dos meses después de la llegada del bebé, no hemos vuelto a ponernos esos pantalones que nos gustaban; si ir a la peluquería se convierte en un esfuerzo titánico o si esta temporada no tenemos la ropa de los colores que se llevan porque, directamente, no hemos podido ir de tiendas. En los primeros meses de vida de nuestros hijos (y luego también) hay muchas cosas que pasan a un segundo plano para las que, directamente, no tenemos tiempo ni ganas. Y no pasa nada. Volverán, si queremos. Pero no caigamos en la tentación de caer en la trampa que nos pone esta sociedad en la que todo tiende a la artificialidad porque, seguramente, la felicidad no esté ahí.